La mayor parte de las compañías hoy en día destina una porción importante de sus ingresos a la capacitación de su personal, y esto por sí solo ya habla de que hay una valoración positiva respecto a la importancia de que el talento se desarrolle.
No obstante, muchos de los dineros que se utilizan para este fin terminan siendo un gasto en vez de una inversión. ¿Cómo saber la diferencia? Por definición debe haber un retorno de la inversión; de lo contrario, se trata de un gasto. ¿Y cómo saber cuál es el retorno de la inversión de una capacitación? Este se manifestará en un cambio positivo en el personal que se capacitó: nuevas habilidades, aptitudes y actitudes que se concretarán en un mejor desempeño.
Pero ¿cómo saber si una capacitación será capaz de generar eso? Esta pregunta es fundamental al momento de evaluar las opciones de capacitación que hay disponibles para tomar la decisión de dónde, cuándo y cuánto invertir.
Cuando se trata de conocimientos técnicos, los criterios para seleccionar las opciones deberán ser técnicos también: contenidos, calidades de los facilitadores, profundidad de los temas, etc.
Una de las cosas que con frecuencia se hacen es enviar al personal a recibir un curso sobre un tema específico, o bien impartirlo “in house” para varias personas de la empresa. Si se detecta, por ejemplo, que hay problemas de liderazgo, se envía a las personas que ocupan puestos de dirección a un curso de liderazgo y la expectativa es que, al regresar, el problema haya desaparecido; pero generalmente no ocurre y a los pocos días todo quedó en el olvido. Esto sucede porque un curso no modifica la conducta; en el mejor de los casos, aumenta el conocimiento y, si no hay un seguimiento, incluso ese conocimiento se perderá en poco tiempo.
Cuando la necesidad detectada tiene que ver con competencias (la capacidad para lograr un buen desempeño en distintos contextos), también denominadas a veces como “habilidades blandas” (Ej: Comunicación, Liderazgo, Trabajo en Equipo, Habilidad de Negociación, Resolución de Conflictos, etc.), lo que se necesita no es un curso, sino un proceso para desarrollar dichas competencias.
Una competencia involucra tres dimensiones: el saber hacer (el qué, datos, conceptos, conocimientos) el poder hacer (la habilidad para llevarlo a la práctica) y el querer hacer (la actitud y el deseo de hacerlo). Cuando se recibe un curso, y especialmente si la metodología es tradicional (Ej: exposiciones teóricas magistrales), se está atendiendo la dimensión del saber hacer, es decir, la persona está adquiriendo conocimientos respecto al qué debe hacer, e incluso puede aprender respecto al cómo hacerlo (desde el punto de vista teórico), pero no se está promoviendo el desarrollo de la competencia.
Para ello se requieren procesos metodológicamente diseñados para tocar e influir las tres dimensiones: saber hacer, poder hacer y querer hacer. Deben incorporar técnicas vivenciales, elementos lúdicos, espacios de autoreflexión, acompañamiento (coaching) y mucha práctica. Sólo cuando logramos hacer (poner en práctica) algo que, en teoría ya sabemos cómo se debe hacer, es cuando logramos convertirlo en parte de nuestra vida y modificar la conducta. Una frase de Confucio resume muy bien este planteamiento: “Me lo contaron y lo olvidé; lo vi y entendí; lo hice y lo aprendí”. La gente debe involucrarse, evaluar cómo lo ha hecho hasta ahora y experimentar nuevas formas de hacerlo, hasta que lo aprenda y lo incorpore.
Es claro que estos procesos no son la oferta más común en el mercado, ni la práctica más común en las empresas, pues son más largos y requieren una mayor inversión de tiempo, energía y dinero. Se trata de procesos que contribuyen al desarrollo del personal y, por lo tanto, se concretan en mejoras en el desempeño en general. Por lo tanto, bien valen el esfuerzo de las partes involucradas (empresa y colaborador) pues son la forma más efectiva de lograr que ese dinero que, con la mejor intención, las empresas destinan a capacitación, se convierta en una inversión y no en un gasto más.
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